27.4.10

Acerca de la inconstancia y la costumbre


El costumbrismo es un culto peligroso.

Puede ser, si sabe usarse, brújula en una mañana nublada.

La costumbre condiciona al diariero. El mira convencido al cliente costumbrista que ha sembrado con su constancia la certeza del Olé. Entrega el matutino entonces, sin demoras ni preguntas. Conoce al costumbrista y su rutina. El cliente y el diariero hace rato que se ven.

Así también el mozo no pregunta y ya prepara, sin menú a la carta que distraiga, las medialunas de grasa y sin mucha leche el café.
No necesita el sujeto degustarle al mozo su desayuno. Este sabe, por costumbre, lo que desayunará el.

La costumbre pasea al costumbrista en un desfile de caras conocidas que confortan y resguardan de situaciones imprevistas al aturdido pasajero de avenida que intenta protegerse como puede con la gente que salude su rutina.

El costumbrista entonces encuentra en su oasis un paréntesis. Una salvedad que funciona de catarsís ante tanto terrorista, tanto cerdo fascista, que agazapado espera para atiborrar de tormenta, la tibia y grís mañana de esa pobre alma ciudadana.

La costumbre se le hace, al pequeño y gentil hombre, necesaria.

Pero imaginemos un segundo, que no todo es como se vé.

Imaginemos al diminuto caminante como un hombre. No de cuento, sino un hombre. Bañado en carne de nostalgia y ungido, como todo el que se precie, en contradicción.

Imaginemoslo temerle al vino. A la sonrisa. Pensemos en el como alguien que se reconoce carcelario de sus días. No es, después de todo, muy difícil hacerlo. Todo aquel que alguna vez deseó algo con furia, sabe bien las penurias que padece con su adicción.

El canario costumbrista, sin querer, se ha acostumbrado a negarse a los te quieros, a perderse en el eco de los otros. A condenarse solitario, preso de melancolía, silenciando sus expectativas hasta barnizarlas de silencio.

Resignado finalmente, el ciudadano se entrega al devenir de la inconstante calma de saberse en el mismo bar todas sus mañanas. Paladeando lentamente su mansa medialuna. Entregado al recuerdo de sus fantasías. Manchados sus dedos con tinta gris de diario, diariamente se apaga su picardía. Lentamente, se va transformando en un otario.

Sabrá entonces elegir, nuestro protagonista, que no es de cuento, pero protagoniza, si desea ser un costumbrista, o tristemente... verse acostumbrado.



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